Sin techo




sin techo agora Víctor 2006

Revista literaria «Ágora». 2004. Ilustración: Víctor Mógica Compaired.

            Ya puedes encontrar el mejor cartón; una vez que el efecto del vino se diluye y vuelves a sentir el hielo pegado a tu espalda, ese cartón que con tanto ahínco buscaste deja de pasar por una confortable manta para transformarse en la puerta de la nevera. Y tú estás dentro del frigorífico, tu cuerpo derrotado es una solitaria merluza que se conserva en congelación en la oscura noche.

            Aunque también te digo una cosa, una vez que sobrevives a tu primera congelación ya nunca mueres, ni aunque sea lo que más quieras. La gente normal se pregunta cómo sobrevivimos en las calles durante el invierno. Es la ley del más fuerte, el más fuerte entre los débiles.

            Yo nunca hubiera pensado en llegar hasta aquí, pertenecía al lado bueno de este mundo capitalista. Vivir de limosnas no era uno de mis planes de futuro. Creo que mi situación tiene que ver con que nunca supe elegir a la persona adecuada. Jamás elegí un buen amigo; nunca escogí una buena pareja; tampoco me junté con el mejor socio; demonios, si es que ni tan siquiera elegí un buen hijo.

            Ya, ya sé que los hijos no se eligen, se deben a la providencia. Pues peor aún, ni el más infame de los demonios me hubiera concedido semejante vástago. Tal vez lo pudriera este mundo moderno. Dejémoslo, no me gusta recordar ni hablar de mi aborrecible familia.

            Ahora estoy aquí ¿no? Qué paradoja. Nunca podría haberlo imaginado. Todo este tiempo que he vivido en la calle he pensado en cientos, miles, millones de cosas. La imaginación se convierte en tu única amiga allí fuera. Piensas en la gente que ves pasar, en sus vidas. Te metes en el papel de cualquiera de ellos por unos instantes e inventas que eres uno más de esos transeúntes ocupados en su devenir cotidiano. Yo suelo elegir a uno de esos jóvenes trajeados que hablan por sus teléfonos móviles. Creo que así juego a que vuelvo a ser un chaval, me doy una segunda oportunidad.

            Estoy sentado en cualquier esquina de la calle y me encanta evadirme. Si, es muy gracioso, se desarrolla tanto la imaginación que por momentos me convenzo de que soy como un espíritu. Me elevo desde el suelo hasta uno de los paseantes y por segundos poseo sus vidas, me adueño de su mente y me olvido de la miseria que rodea mi pequeño mundo de cartones, botellas de vino y mendrugos de pan.

            Tanto divaga mi mente que llegan momentos en que me pongo tremendamente optimista. Pienso que todo el mundo está equivocado, que sólo yo poseo una cruda verdad, una atormentadora verdad en medio de la farsa general. Me río en mitad de la calle, ondeando la bandera de mi libertad o de mi locura. Soy el ecce homo de Nietszche, riéndose de todos. No se dan cuenta de que viven en el engaño del capitalismo.

            Pero esa hilarante invención sólo dura un rato. Cuando la verdad te enseña su lado más doliente compruebas que de poco sirve tu perspectiva si estás solo, hundido, postrado en una calle, soportando las hipócritas miradas de las almas entibiadas que pasean sus cuerpos pusilánimes por la gran ciudad.

            Perdone por el rollo, pero ahora es evidente que cambian las cosas. A partir de hoy recordaré mi vida en la calle como una experiencia vital. Puede que hasta cuente mi testimonio en interesantes conferencias sobre la pobreza; revelaré mis odiseas en sesudas tertulias. Yo fui un “sin techo”, sí, suena bien. Mis nuevos amigos me aplaudirán, sentiré sus palmadas de admiración y comprensión sobre mi espalda

            Tanto tiempo… Diez, quince, veinte años y para mi todo es igual. La calle sucede como una cadena interminable de amargos días, calcados ad infinitum. Excepto la temperatura, nada cambia. Efectivamente, puedo ser bastantes años más viejo, pero para mí solo han pasado días. Días semejantes de una gran ciudad donde he hecho casa en cualquiera de sus rincones, en todos sus rincones.

            Allá fuera se van a quedar todos mis compinches de la indigencia. Rostros tiznados, dientes mellados con los que casi nunca intercambié una palabra. Realmente sólo tenemos una cosa en común los mendigos: la vergüenza de los desheredados, y eso no da gusto compartirlo. Eso sí, le aseguro que recordaré cada una de sus miradas de por vida; la mirada triste de Manuel, la mirada triste de Paco, la mirada triste de Carolina. Cada una de ellas tiene un matiz distinto de tristeza perfectamente diferenciable.

            Bueno…, no crea que estoy llorando por ellos, mas bien serán ellos los que lloraran de rabia por mí. ¿No cree?

             Manuel, Carolina o Paco podían haber dedicado medio euro de sus limosnas a apostar por este mismo boleto de lotería premiado. Cualquiera de ellos podría estar ahora aquí, soltándole la chapa a usted mientras abren una cuenta de cinco millones de euros en su banco.

            Y usted se preguntará: ¿Después de haber pasado por lo que ha pasado, no piensa en ayudar a otros pobres?

            Sinceramente, no. Todo lo que he aprendido en la calle es que, en este mundo, nadie hace ya nada por nadie. Dejaré que los milagros los siga haciendo Dios, como siempre ha sido.

 

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