Espíritus de fuego

espiritus de fuego victor 2007

Revista literaria «Ágora». 2006. Ilustración: Víctor Mógica Compaired.

La noche marcaba sus negras horas con el sosegado chisporroteo de la madera en el fuego. Águila buscaba en la hoguera instrucciones para el combate del amanecer, pero su sentido mágico seguía sin manifestarse, sin noticias de los grandes espíritus Sioux.

No podía ser que los viejos indios muertos le hubieran abandonado aquella noche, cuando la decisión del ataque al Fuerte San Francisco estaba en sus manos. Los otros seis sabios esperaban alrededor del fuego su señal; alguno de ellos empezaba a levantar la vista. Sus ojos rasgados, de donde partían sus siniestras pinturas de guerra, buscaban la misma perplejidad de sus compañeros.

A la espalda de los privilegiados sabios, los guerreros aguardaban impacientes las arengas de sus ancestros y sus revelaciones sobre el enemigo. El semblante de estos guerreros producía espanto; sus ojos brillaban al capricho que la danza del fuego ejecutaba en el fondo de sus pupilas; las mismas pinturas que las de sus mayores, dibujaban en ellos trazos desgarrados de muerte. Se aplicaban también tales distinciones en sus fornidos pechos y sobre los tensados músculos de sus brazos cruzados.

Aquella apostura y su tétrica ceremonia, se debía a que el conocimiento mágico alrededor de la hoguera había concedido a la tribu de Águila una supremacía bélica sobre muchas otras tribus. La lucha de aquellos implacables guerreros Sioux había nacido por una natural tendencia expansiva. La caza en las montañas y la pesca en el río Plata no bastaban ya para un completo sustento. El necesario nomadismo les hizo extenderse hacia la pradera.

Precisamente en medio de la extensa pradera se encontraban los Sioux aquella noche. Entre todos formaban una gigante circunferencia en torno a la hoguera. Así evitaban el silbido incesante del viento del valle. Una fuerte corriente de aire que golpeaba las desnudas espaldas de los guerreros apostados en el exterior del anillo humano y llegaba suavemente, filtrado gota a gota, hasta la hoguera.

En el centro de todos permanecía Águila, disimulaba su creciente nerviosismo inspirando hondo, como si estuviese cerca del trascendental encuentro. Sin embargo, permanecía plenamente en su estado físico. Sentía perfectamente sus piernas entrecruzadas y sus codos apoyados sobre las rodillas. Notaba como la dura piel de bisonte rozaba la piel de su espalda y apretaba sus axilas. Escuchaba, veía y percibía el fuego ascendente, el tejido ondeante del cuerpo de la combustión, su color, su calor.

Con enorme desazón, Águila volvió a elevar su voz en la invocación. Ante tal acción ya no se pudo remediar un ligero murmullo de incomprensión. Nunca antes había tenido que llamar Águila tres veces a los espíritus.

Sin embargo, pocos segundos después, los espíritus llegaron, y con inusitada fuerza. El viento, detenido anteriormente por la concurrencia, se elevó sobre la cabeza de todos ellos, remontando hasta el hueco central y apagando la hoguera de un certero soplo. Las ascuas se desplazaron en derredor, brillantes pero ausentes de fuego. Un creciente rumor presagiaba un inminente desconcierto en medio de la repentina y oscura noche.

“!!Los espíritus quieren hablar!!” gritó Águila con una estruendosa voz que se extendió por todo el valle, deteniendo el cuchicheo atropellado y cualquier atisbo de movimiento. Cuando su eco se detuvo, la nada se extendió con el disfraz negro de la noche. La inmensidad del valle parecía haberse enclaustrado por esa extraña cercanía de la noche cerrada, donde algunas manos violentadas por los sucesos se extendían para palpar sólo elementos misteriosos.

En la inmensidad cautiva por la tenebrosidad ni siquiera el viento soplaba, ni un ápice. Tan solo las estrellas podían contrastar que se encontraban a campo abierto. Por unos segundos nada se oyó, nada se vio, nada ocurrió. Un inefable presagio recorría eléctricamente las tinieblas, transmitiendo una corriente de manifiesta inquietud dentro de esa exclusiva serenidad de los hechos impredecibles.

La luz de la hoguera volvió a brillar donde se había extinguido, iluminando únicamente a Águila con un nítido tono rojizo. Todos pudieron contemplar al viejo visionario. Su figura dibujaba una prolongada sombra perfilada en forma triangular.

Los espíritus habían acudido con una fuerza desconocida aquella noche. Los seis sabios miraban temerosos aquella visita especial que poseía a su gran visionario. Por lo demás, todo ocurrió como siempre, la cavernosa voz del más allá surgió por medio de la garganta de Águila:

“El amanecer del mañana traerá a los pájaros de acero que lanzarán fuego sobre todos los grandes poblados. El pequeño hombre blanco dominará el mundo, y querrá exterminar algunas razas de la faz terrestre. Los campos de exterminio serán sus últimos castigos. Vendrán años de muerte, locura y destrucción en el viejo continente desconocido”.

Águila transmitía el incomprensible mensaje mientras sus manos ciegas palpaban el terreno, en busca de una de las ramas esparcidas todavía en brasas. Cogió una de ellas por el extremo intacto y se dirigió el rescoldo a su antebrazo derecho.

“Debéis detener al hombre blanco, la marca de su ejército es una cruz falsa cuyos brazos están doblados en ángulo recto. Hacedlo antes de que sea tarde…, detenedle antes de que sea demasiado tarde”.

Tras aquellas últimas palabras, el fuego volvió a extinguirse y Águila se desplomó de espaldas sobre el suelo. Cuando los otros seis sabios volvieron a encender la hoguera, Águila mostró una esvástica sobre su brazo, no entendía su significado, pero los espíritus habían declarado su malignidad.

Los sabios anunciaron que ya tenían la señal, en aquel amanecer debían enfrentarse sin temor al hombre blanco para acabar con su signo. Los guerreros bailaron alrededor de la hoguera. Horas después, con el albor, muchos de ellos morirían infructuosamente a manos de los potentes rifles Winchester, antes de llegar siquiera a aproximarse al Fuerte San Francisco.

Al terminar la masacre, el fuerte viento de los espíritus volvió a levantarse, silbó furioso por el asesinato de sus hijos. Hasta que los pechos desnudos de los guerreros, yacientes y ausentes de aliento, fueron enterrados por el polvo.

Ninguno de aquellos Sioux supo que su primer enfrentamiento en batalla contra el hombre blanco, provisto de armas de fuego, era una causa perdida. Creyeron que los espíritus les habían animado a la lucha. El mensaje de la hoguera había sido claro para ellos.

Pero los espíritus no hablaban de esa batalla, ni siquiera de cualquier batalla que pudieran los Sioux conocer en toda su vida. El mensaje se había adelantado muchos años, hasta 1939, fecha en que estalló la Segunda Guerra Mundial de la mano de Adolf Hitler.

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