Cuando me puse a escribir mi novela «Los brazos de mi cruz«, una ucronía en la que Hitler se fugó a Argentina, indagué también sobre otro verdaderamente fugado ilustre del nazismo: Josef Mengele. Y lo cierto es que el asunto tiene su miga…
Quien fuera el más aberrante director de orquesta de la «solución final» acabó muriendo con la dignidad que jamás le hubiera correspondido, en un país al otro lado del océano, con el Mosad viéndose incapaz de darle caza.
Con el tiempo toda historia parece convertirse en novela. Y ahí, en esa difusa frontera entre el mito y la realidad, este libro se explaya sobre la vida de Mengele después de su escabroso papel en los campos de exterminio nazis.
En los treinta años que Mengele pasó por Argentina, Paraguay y Brasil, las referencias sobre su estilo de vida apuntan a una búsqueda de la normalidad. Los testimonios de gentes que supuestamente entraron en su entorno más cercano apuntan al pleno convencimiento de sus aberrantes prácticas, aún después de haber pasado los años y poder haber cambiado mínimamente de opinión.
El hombre se escuda ante sus propias atrocidades y culpas. Qué duda cabe. Mengele es el máximo exponente de esta regla.
Pero más allá del relato sobre el estilo de vida durante su prolongada fuga, este libro también nos habla de el cómo, de la forma en la que este infame médico pudo seguir viviendo de manera acomodada, con cambios de identidad y medios para escapar a los servicios de Inteligencia de medio mundo. Lo cierto es que aún después de la derrota del Tercer Reich, muchos personajes filonazis y pudientes seguían convencidos de que tal vez el exterminio judío podía haber sido la solución para este mundo.
El conocido como Ángel de la muerte tuvo muchos amigos y poderosos cómplices. Mengele murió consumido por sus alargadas sombras y solo la justicia divina, si la pudo haber, se encargaría de encausarlo por todo lo que supuso en su afán de perpetuar la maldad.
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