La noche que no paró de llover, de Laura Castañón

La noche que no paró de llover
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La culpa es ese regalo con el que los humanos abandonamos el Paraiso. Desde pequeños aprendemos a tener culpa por muchas cosas, hasta que hacemos de ella una compañera vital inseparable.

Quizás todos debiéramos recibir una carta como la que recibe Valeria Santaclara, la protagonista de este libro. Con la valentía suficiente podríamos leerla y tratar de poner en equilibrio conciencia y culpa.

Claro está que hay culpas y culpas, y formas de asumir la culpa. Valeria ha interiorizado culpas y remordimientos de conflictos vitales que quiere enterrar a la vez que pretende recuperar para buscar algún tipo de recomposición.

Pero lo más curioso de todo es lo subjetivo de la culpa, como de cualquier otra sensación o percepción amasada en la historia vital de cada cual. Valeria se convierte en un espejo de nuestras subjetividades, que como aquellos otros espejos del callejón del gato de donde Valle Inclán extrajo el esperpento, amplian y reducen la realidad de lo acontencido.

Las circunstancias de su pasado no ayudan para nada a Valeria. La imagen del Gijón donde transcurrieron los años más importantes de su vida es una amalgama del clasismo de su familia con la miseria que se extendía alrededor y el ambiente crispado por los de un lado y los del otro, que luchaban por el poder mientras arrastraban al pueblo consigo.

Historia de España y pequeñas historias familiares. Un sugerente contraste entre lo general y lo concreto que confiere a esta novela de una sensación de plenitud, de totalidad. Como si leerla se convirtiera en haber vivido esos años en ese Gijón.

La trama avanza gracias al singular nudo de esa voluntad por la reconciliación, ese interés por encontrar esperanza a través de una carta, superando miedos y angustias, conflictos y por supuesto… culpas.

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La noche que no paró de llover
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