Hotel de las musas, de Ann Kidd Taylor

Hotel de las musas, de Ann Kidd Taylor
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Verano, paréntesis vital. Quien más quien menos recuerda aquel verano con su primer amor más o menos cumplido, más o menos romántico pero siempre idealizado. En ocasiones parece como si otras de nuestras posibles vidas hubieran trazado otros caminos por nuevos planos temporales desde ese vértice del verano de juventud que parecía inacabable.

Si además coincide que lees una novela sobre un primer amor de finales de los ochenta, un tiempo en el que uno mismo transitó por esa adolescencia cargada de sensaciones amorosas trascendentales pero que acaban apagándose a la luz de la transitoriedad de esas edades, todavía empatizas más con un personaje como el de Maeve Donnelly.

En el caso de la protagonista de esta novela, su punto de inflexión, el momento en el que el primer amor queda suspendido en el limbo de la primera juventud, todo sucedió en un devenir frenético. El verano de 1988 Maeve consigue compartir un instante esplendoroso con Daniel, con beso incluído. Pero bajo ese ritmo impetuoso del tiempo de la juventud, la intrépida Maeve, apasionada del mar ya en su tierna edad, se adentra en las aguas en el mismo momento en el que un tiburón de puntas negras, aficionado por naturaleza a las aguas superficiales, pasa por ahí y la acaba mordiendo.

Es fácil de entender que el accidente borrara o sirviera de punto de divergencia para la historia de amor en ciernes. Y, sin embargo, la pasión de Maeve por el mar no hizo sino crecer pese al percance que pudo haber acabado con su vida.

Ya tenemos los dos planos vitales de Maeve. Lo que pudo ser y lo que fue. Y el avanzar de la vida de Maeve por el camino del adiós a la juventud, naturalmente, con el abandono propio del primer amor sumergido entre las aguas de un mar que sin embargo la esperaba como materia de estudio para la futura bióloga marina. La autora plantea entonces una curiosa paradoja… Maeve se decantó por conocer más sobre lo que estuvo a punto de acabar con su vida mientras que aparcó ese amor que convivió con el incidente en el mismo verano. Maeve quiso aprender más sobre el dolor que sucumbir al amor.

Pero no se trata de una novela trágica, todo lo contrario. El regreso de Maeve a la isla de su juventud la dispone ante un cruce de las dos líneas vitales trazadas. Y es entonces cuando disfrutamos de las contradiciones del ser humano, con un punto de humor y un gusto romántico sobre lo que se tiene en el amor consolidado y lo que se intuye en el amor perdido.

Maeve trata de sobrevivirse. Años después del suceso, su regreso a la isla provoca el reencuentro con Daniel. Pero a su lado está Nicholas, amante como ella de los mares y océanos. Pasado, presente y las dudas de un futura que engarce con una u otra línea temporal. Porque al final, vida solo hay una.

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