Cuando el mismismo Ken Follet, con esa modestia que engrandece al mito, es capaz de decir que John Grisham es el mejor autor vivo de thriller, necesariamente es porque el bueno de John Grisham ofrece siempre unas tramas que bordean la excelencia en su construcción, en su tempo, y en ese argumento siempre capaz de mantener en vilo al lector.
En esta ocasión el maestro del thriller judicial se introduce en la esencia misma de la institucionalización de la justicia, de su idealizada definición hacia la igualdad, unas nociones que por ende motiva a muchos jóvenes lanzados al ejercicio del derecho o de la judicatura.
Porque desde ahí, desde la impronta de los jóvenes ejercientes del mundo legal reside uno de los contrastes más fascinantes entre lo vocacional, la voluntad de utilizar la justicia como herramienta hacia la igualdad o el resarcimiento y la cruda realidad de los intereses, la interpretación legal no del todo liberada de impresiones subjetivas o de argumentos mayeúticos del abogado de turno, o incluso la corrupción.
Y si además unimos a todo ello la actualidad más rabiosa española, con la corrupción universitaria en ciertos centros docentes, acabamos introduciéndonos en una atractiva historia que dispone a los protagonistas, unos jóvenes estudiantes de derecho llamados Mark, Todd y Zola, en la encrucijada de sus vidas.
Jóvenes que se han dejado su dinero y el de sus familias en una formación legal que únicamente se lucra con su dinero sin darles cualificación oficial alguna.
Claro está que los chicos se pondrá de inmediato a luchar por sacar a la luz el caso. Solo que el asunto acaba enraizando con esferas de corrupción inimaginablemente altas y su lucha asomará como un horizonte imposible en cuyo camino pueden poner en peligro muchas cosas, incluso su vida…
Desde este planteamiento que podría considerarse hasta común, se nos plantean grandes dilemas actuales a la par que se nos introduce en ese incomparable marco de suspense propio de Grisham, donde la angustia por la indefensión y la sensación de derrota frente a un sistema plagado de corrupción solo puede conducir a una catarsis narrativa en la que jamás puedes imaginar ese giro final que lo transforma todo, con el brillo habitual del genio Grisham y ese extraña mueca entre la satisfacción final y la lúgubre idea de que en nuestra realidad no siempre ganan los buenos.
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