La muerte del comendador, de Haruki Murakami

La muerte del comendador, de Haruki Murakami
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Los seguidores del genial escritor japonés Haruki Murakami nos acercamos a cada nueva publicación de este autor con el singular deseo de una nueva terapia lectora, una sesión de hipnosis narrativa prácticamente necesaria en nuestros días.

La llegada de la extensa novela La muerte del comendador se transforma en un bálsamo lector para acompasar el ocio de la lectura y transformarlo en un acercamiento a personajes desnudados de dentro a fuera, voyerismo del alma para lectores necesitados de descubrir cada sensual concepto de la vida.

Murakami nos enfrenta a los abismos mundanos, a los pequeños vacíos del yo, a una soledad gélida entre la inmensidad de un mundo que se resiste a parar por nada. Y sólo Murakami ofrece a renglón seguido su placebo de esperanza, acabando por equilibrar la balanza de la vida hecha literatura.

Divagaciones subjetivas a parte, en el libro 1 de La muerte del comendador encontramos una novela que necesita de una continuación prevista para el año próximo, terminando de componer en el libro 2 un puzzle solo a la altura de Murakami y que, ahora sí, va a terminar por inquietar hata la locura en la espera de su resolución final.

En esta ocasión el arte pasa a ser un argumento necesario para abordar desde lo artístico la atávica necesidad de expresión del ser humano. Claro está que las circunstancias de la novela se ciñen a un tiempo actual en una trama laberíntica con evocaciones a Dorian Gray y ese cuadro olvidado en un desván…

Porque es prescisamente eso, el descubrimiento del lienzo titulado La muerte del comendador, lo que marca un punto de partida hacia la mutación del protagonista, en cuyo mundo se van percibiendo símbolos asociados con esa obra que acaba por aportar una mágica sucesión de la realidad, quizás en una simple impresión subjetiva o tal vez como un nuevo destino trazado desde el casual descubrimiento.

Lo más interesante de la novela es cómo el mundo de un protagonista que se va descomponiendo tras la suma de fracasos, va adoptando un aire más surrealista en una extrañadora conexión entre un pintor del cuadro que jamás estará ahí, el protagonista y un vecino de la casa en la que prota se ha retirado del mundo.  Un triángulo de personajes arrebatador que reclaman y consiguen centrar toda nuestra atención.

En una trama abierta a las variadas interpretaciones y las dobles y triples lecturas, acabamos enfrentándonos al significado del arte. La necesaria doble y polarizada intención de toda interpretación artística: desde la prospección de una realidad no solo ceñida a los sentidos, hasta la introspección de los motivos que pueden conducir a nuestros sentidos a reflejar el mundo creado «a nuestra imagen y semejanza». Sí, pura megalomanía, como dioses de nuestra soledad y nuestras decisiones.

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