Muerte helada, de Ian Rankin

Muerte helada
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Esa especie de macabro epíteto que sirve como título a este libro ya te hace sentir un escalofrío antes de sentarte a leer. Bajo el inusual frío que azota Edimburgo en el invierno en el que transcurre la trama, encontramos sórdidos aspectos de auténtica novela negra.

Porque John Rebus, el detective que ya creara este autor hace tantos años, mantiene casos pendientes sin encaje ni cierre posible. Alguno de ellos como el de la muerte de María sabe que se asoma a profundos enigmas y peligros, los que se auspician entre un poder político corrompido, tentado o amedrentado por mafias y círculos que se cierran sobre el viejo mafioso Bill Ger Cafferty.

Pero lo que nadie sabe es que al inspector Rebus no le gustan los asuntos pendientes, por viejos y enquistados que estén. Puede que el asesino o asesinos de María se consideren ajenos a la Justicia. Incluso puede que sea la propia Justicia la que se muestre esquiva ante el procesamiento de ciertos criminales.

Grandes trabas torpedean cualquier intento de resolución de este asunto pendiente. Pero John Rebus lo tiene claro, la verdad tiene que aflorar sí o sí. Y allí donde no alcance la Justicia, siempre se pueden encontrar alternativas para que los culpables asuman su condena.

Figuras literarias ya emblemáticas, como es el inspector Rebus, aparecido allá por 1987, consolidan géneros literarios como este, el más puro género negro. En una gélida ambientación, con la escasez de luz propia de la capital escocesa todo transcurre envuelto en una sensación de oscuridad, de ambiente plomizo. Solo Rebus puede aportar algo de luz, aunque sea en expresión figurada, para que la verdad se filtre como un bendito rayo de luz. Después de tantos años de oficio, convertido en un sexagenario exfumador, Rebus no se resigna nunca.

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