Es ley de vida… Lo del nido vacío y todo eso. Solo que en el momento en que una hija cierra la puerta de la que siempre ha sido su casa por última vez, los padres, que permancen dentro, pasan a ser un poco fantasmas de una casa que ya no es tanto el hogar que venía siendo.
Insisto, ley de vida. Si todo va bien, después llega el momento en el que los padres volverán a encontrar su sitio y la visita de una hija acaba siendo un gran recibimiento de alguien que ya tiene la vida en otra parte. Pese a que se la siga queriendo enormemente, pese a que su habitación siga acogiendo unos viejos abrigos que no abrigan a nadie en invierno o unos pijamas con los que nadie sueña.
Lu es una de esas hijas que tomó vuelo en busca de otros destinos. Pero el futuro de Lu apuntaba tan alto que acabó estrellándose en París. Nada salió bien.
Cuando regresa a Barcelona su madre la recibe con los brazos abiertos. Pero ella, su madre, ha buscado alternativas… Porque realmente se encuentra más cómoda sola; o porque espera liberar a Lu de un encierro en una casa donde pueda volver a ocultarse en la niña que ya no le toca ser. ¿Quién sabe? Los motivos de una madre, como los caminos de Dios, son insondables.
La cuestión es que nada más regresar a Barcelona, Lu ya tiene un nuevo trabajo vía agencia materna. Se trata de cuidar a Marina, una octogenaria cuyo único arraigo en el mundo es el de su hermana María. Desde la viudedad de Marina hasta la reciente soltería forzosa de Lu. Poco a poco las dos mujeres van sintonizando con ese especial magnetismo de generaciones alejadas que por fin se encuentran.
Desde las pequeñas ayudas en los quehaceres diarios van surgiendo conversaciones triviales que acabarán por profundizar hasta motivaciones trascendentales. La magia de la conversación, las lágrimas de la liberación, la alegría de la libertad.
Todo desde un pequeño gesto de ayuda; desde un tiempo muerto que parecía entregado al desencanto final, a la derrota absoluta de Lu.
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